Fotocrónicas (CLIV)
Dice Antonio Gamoneda en un hermoso poema titulado «Invierno»:
“La nieve cruje como pan caliente,
y la luz es limpia como la mirada de algunos seres humanos,
y yo pienso en el pan y en las miradas
mientras camino sobre la nieve”
Al igual que el fuego o el agua, la nieve tiene un grado de fascinación que resulta difícil de explicar. La belleza que posee, su magnetismo, su enorme poder de seducción alcanza en ocasiones niveles de emoción tan arrebatadores que es inútil cualquier resistencia.
Llegados a tal punto, abandonados a esa suerte de magia, se produce entonces la exaltación sensorial y las luces y los colores y las formas y las texturas adquieren de pronto un aspecto irreal, como si fueran una ilusión, un espejismo, una materia sin cuerpo.
En ese instante que recoge la fotografía, caminando por las laderas cuajadas de nieve recién caída en la Sierra de Aralar, la luz adquirió tal intensidad, tal pureza, que el cielo y la tierra se fundieron en la misma masa blanca. Los colores del bosque, escasos y tenues, pasaron a gris y negro. Y las líneas de sus ramas se tornaron filigranas de una delicadeza extrema que atrapaba sin remedio la mirada del andariego.