Fotocrónicas (CXXIII)
A determinada cota, las especies arbóreas desaparecen; incluso los arbustos quedan tan expuestos que sobreviven muy pocos a la falta casi absoluta de suelo fértil, a los rigores de una climatología extrema.
En esta tesitura, el paisaje se vuelve mineral, lunar hasta unos extremos angustiosos. No cabe duda que su estética al ojo del montañero resulta fascinante y es difícil abstraerse a una contemplación larga y analítica. Pero caminar esa geografía ya es otro cantar.
Los caminos son difíciles, en ocasiones han de intuirse en unos suelos que son pura piedra. Y resultan duros, inestables y hasta lacerantes en cualquier leve golpe o caída. Las vertiginosas laderas se descomponen por fraccionamiento, por el trabajo implacable del hielo o la misma ley de la gravedad. Pero parece como si las piedras fueran refractarias a la acción más amable de la erosión, al desgaste tranquilo y concienzudo del tiempo.
Estamos en Pirineos, una cordillera todavía joven, de formas afiladas, de pendientes bravas, de cumbres temerarias que atentan contra el peso tremendo de la gravedad. En el Pirineo Central (Huesca y Lérida) estas características se hacen aún más notorias.
La imagen de hoy está tomada desde los ibones de Anayet y recoge un escenario que corta el hipo. Nos encontramos en el Valle de Tena, encima de Sallent de Gállego, zona de Panticosa. Recortando el horizonte vemos los picos del Infierno (con sus sorprendentes marmoleras blancas), el Garmo Negro y, enganchados entre nubes, el Algas y el Argualas. Son tresmiles de imponente tronío, gritos de piedra que se escapan hacia el cielo.