Fotocrónicas (CXLVI)
Quien busque una naturaleza singular y privilegiada en este extremo meridional de Portugal, le ha de encantar el Algarve, sin duda. Todo su litoral Sur, desde el cabo de San Vicente (esa barbilla soberbia y desolada que apuñala sin piedad el Océano Atlántico) hasta la frontera con España (allí donde el anchuroso y maternal río Guadiana entrega sus aguas al mar) es un rosario continuo de acantilados, calas, cuevas, islotes, marismas, playas y pueblos blancos de aire andaluz.
Caminar perimetrando la costa, subiendo y bajando las barranqueras, es una tarea ardua. Navegarla por mar a bordo de embarcaciones de todo tipo de pelaje, resulta, sin embargo, una experiencia lúdica que emociona. Mar adentro, es cuando a uno se le estremece el alma observando cómo la fuerza de las mareas crea arte a la par que destruye las paredes de piedra.
Al atardecer, el cielo se ha tornado tormentoso y el sol logra abrirse paso desde el Oeste pintando con brillos dramáticos una escena que parece infundir calma y belleza. En Carvoeiro, uno de los pueblos más hermosos de la región, el autor de la imagen se embelesa, los dedos se le hacen agua y los ojos se le llenan de asombro con las luces de plata y prusia del Algarve.