“Un mar de acuarela”

Fotocrónicas (CXLII)

Para los que somos de tierra adentro, el mar tiene una sugestión muy especial. Quizás sea porque su ausencia nos crea querencia, que diría el poeta. O quizás, porque de cuando en vez necesitamos cambiar el horizonte quebrado de nuestras montañas por la línea infinitamente recta del océano.  

Sea como fuere, cada vez que nos acercamos al mar nos embarga una suerte de encandilamiento, una fascinación pareja a la que sentimos cuando contemplamos abrumados la bóveda perfecta del firmamento, cuajado de estrellas que parecen guiñar sus ojillos traviesos.

A veces galán, a veces truhán, el mar (o la mar) tanto regala como quita, golpea como acaricia, arrulla como asusta. Camaleónico, imprevisible, engañador, sorprendente, colérico, risueño, huraño, seductor… Casi todos los adjetivos de nuestro prolijo léxico castellano le sientan bien. 

La imagen está tomada en la ría de San Vicente de la Barquera, en la que desaguan los ríos Escudo y Gandarilla antes de alcanzar el Cantábrico, y que forman un estuario magnífico en el que el flujo de las mareas anega o saca a la luz un rico territorio de marismas.

Ese día, la mar estaba en calma… y la bruma crecida, que diría de nuevo el poeta, y una luz difusa convertía la superficie del agua en una lámina plateada y daba a las barcas una materia ingrávida, un acabado como de acuarela. Pura delicia.

Texto y fotografía: Jesús Mª Escarza Somovilla