Fotocrónicas (CXL))
Doscientos cuarenta y un escalones. No, no es el título de ninguna película, ni de serie en boga en alguna plataforma de moda. Son los peldaños que hay que ascender para alcanzar la “Peña del Castillo”, o Gaztelugatxe, en euskera. Un atrevido risco que apuñala el mar con su afilada daga.
Allí arriba, en este promontorio que huye de la tierra firme entre Bakio y Bermeo, nos espera la entrañable ermita de San Juan, erigida a comienzos del segundo milenio y que a lo largo de otros mil años ha sufrido las más duras galernas del Cantábrico, sucesivos incendios y hasta saqueos corsarios de piratas, como el de Francis Drake en 1593.
No obstante, es la fuerza incontenible del mar, con su paciencia infinita y tenaz, quien ha ido modelando poco a poco su orografía, descarnando este roquedo, creando pequeñas playas de piedra y labrando hermosos arcos, cuevas y túneles.
Por eso, porque este tirabuzón de piedra es un rincón fascinante, un lugar impregnado de tradiciones y leyendas, de creencias y magia, merece la pena acercarse hasta allí, subir los doscientos cuarenta y un escalones, dejarse llevar por la sugestión y tirar tres veces de la cuerda que voltea la campana de la ermita. Aunque ello nos depare alguna sorpresa inesperada.